jueves, 26 de febrero de 2009

La patota de los espantos extraordinarios



Juan Hilario se hallaba sentado, pensativo, desde que asumiera el liderazgo de la patota de los espantos extraordinarios sus responsabilidades y deberes ocupaban la mayor parte de su tiempo. Junto a su amigo El Silbón, el demoníaco perro Tureco (quien seguía con la costumbre de morderle los talones al Silbón) y Florentino, el que venciera al mismísimo Lucifer cantando coplas llaneras, habían decidido unir esfuerzos en favor de los desvalidos espantos, las almas en pena, uno que otro demonio y por supuesto todos los seres malvados. Pero ahora Juan Hilario no tenía paz consigo mismo, no lograba encontrarse, ni sentirse bien en modo alguno. Ahora todo era horrible para él.


Todos sabían lo parrandero que era Juan Hilario y lo habían designado líder de la patota justamente por eso. Pensaron que así evitarían que se fuera de rumba en vez de cumplir con sus deberes, sin embargo, el viejo Juan Hilario había llegado al colmo de la desesperación, de ahí la meditación en la que se hallaba sumergido.
– ¿Qué me le pasa Juan Hilario? – preguntó Florentino que entraba a la habitación.
Detrás de él, avanzaba a grandes zancadas El Silbón quien se quitó su gran sombrero y dejando caer su saco lleno de huesos miró a Juan Hilario con ojos escrutadores. A sus pies, Tureco el perro maldito también miró inquisidor a Juan Hilario. Sin dejar de morder los talones del sombrerúo observaba calmo y preocupado a su jefe.


– Si cámara, ¿qué vaina es? – Preguntó a su vez el larguirucho espanto, luego le preguntó a Florentino: – ¿Tu sabes que le pica al guapetón éste? Ahora no quiere hablar con nadie.
– ¿Qué carajos va a estar pasando nada par de pendejos? – Gritó Juan Hilario levantándose con brusquedad del chinchorro. Miró a sus compañeros con rabia para luego concluir: – ¡Quiero una cerveza!

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